¡Qué gestione Txapote!
España se acostó el domingo cerrando una campaña y se despertó el lunes iniciando otra. Parece que este resacón electoral lo vamos a bajar con unas elecciones generales que muchos señalan como un punto inflexión del ciclo político iniciado en 2015. El PP ha recuperado mucho poder institucional de gobiernos autonómicos y ciudades tan codiciadas y simbólicas como Valencia o Sevilla, ante un bloque progresista que ha perdido fuelle y en el cual los socios minoritarios han quedado como fuerzas extraparlamentarias.
Durante esta última semana, no he dejado de leer y escuchar a opinadores de corte progresista que se preguntaban cómo era posible que las opciones conservadoras y reaccionarias estuvieran avanzando de forma tan contundente si los resultados de la gestión del Gobierno de coalición estaban resultando ser objetivamente positivos para el empleo, la recuperación económica o la bajada del IPC. Tras el 28M, hemos contemplado casi en directo como la política ya no va sobre políticas, sino que esta se ha vaciado hasta tal punto que la Presidenta de la Comunidad de Madrid ha alcanzado la mayoría absoluta sin haber demostrado ni un solo ejemplo de buena gestión durante su mandato, y dejando a 7.291 familias rotas por la puesta en marcha de “los protocolos de la vergüenza”.
De nada ha servido la denuncia de los partidos de la oposición, o tratar de orientar la campaña hacia una discusión propositiva. Y es justamente esta conclusión la que ha dejado a los partidos progresistas enmudecidos, incapaces de aceptar que pueda haber un porcentaje tan elevado de la población que esté dispuesta a votar a formaciones que van en contra de sus propios intereses. El componente emocional siempre ha sido una cuestión central en todas las campañas electorales, pero estas dos campañas consecutivas que estamos viviendo son probablemente de las más estridentes en cuanto a las formas y de las más irracionales en cuanto al fondo de las cuestiones planteadas por los partidos.
Algunas enseñanzas que podemos extraer en este intermedio entre elecciones es que quizás el Gobierno se confió en exceso, dando por hecho que la gestión se vendería por sí sola, y que la satisfacción mayoritaria por las políticas puestas en marcha se traduciría matemáticamente en votos. Esa gestión, aunque bien valorada, ha quedado enturbiada por diferentes elementos. Los desencuentros entre socios de coalición han sido muchas veces sobredimensionados por la gran mayoría de medios de comunicación, hasta asentar el relato generalizado de que Unidas Podemos y el resto de los socios parlamentarios han sido una fuente incesante de polémicas. De esta deriva emerge el segundo elemento, ya que el Gobierno en su conjunto ha sido incapaz de contener ese ruido artificial y tendencioso, y ha sido especialmente torpe a la hora de abordar asuntos realmente graves, como lo ocurrido con la Ley del sólo sí es sí. Esta es sin duda una de las cuestiones que más daño reputacional ha creado a la coalición, certificando el declive definitivo del socio minoritario. En tercer lugar, ni la pandemia, ni el volcán, ni la guerra de Ucrania y todas las medidas puestas en marcha para responder a cada uno de estos acontecimientos han sido recompensadas electoralmente, pero tampoco han sido elementos que hayan supuesto un desgaste insoportable para el Ejecutivo.
El desgaste que está teniendo un efecto más que notable es el del propio Presidente del Gobierno, convertido en el gran supervillano social-comunista, Falcon incluido, impuesto por un marco destructivo en cuanto a su figura, dando cancha al odio irracional de lo más cavernario de nuestro país, y haciendo del lema ¡Qué te vote Txapote! la mejor síntesis del rechazo visceral a Sánchez. El PP y sus aliados mediáticos han conseguido colocar a ETA en el centro de una campaña electoral para elegir concejales, alcaldes y presidentes autonómicos, y la izquierda ha sido incapaz de darle la vuelta a este marco.
Algunos han cometido el tremendo error de responsabilizar a los electores por supuestamente “votar mal”, lo que no solo demuestra debilidad, sino que deja entrever una actitud paternalista y soberbia hacia los votantes que deberían seducir, no insultar. Y en último lugar, cabe recordar que, desde que Pedro Sánchez ganó la Moción de Censura en 2018, la derecha política y mediática no ha cesado en su empeño en deslegitimar la acción de un gobierno de coalición legal, conformado por una mayoría parlamentaria elegida democráticamente por el pueblo español. Esa concepción patrimonial de España, que seguimos arrastrando desde el Antiguo Régimen, se acentúa de forma sonrojante cuando una serie de fuerzas políticas electas pretenden poner en marcha unas tímidas reformas progresistas. Esta sensación de que la izquierda llega al poder “de prestado” y no mediante la legitimidad radicalmente democrática de la soberanía popular indica que nuestro sistema político tiene aún deficiencias considerables en cuanto al control de unas élites que no aceptan el país en el que operan.
El odio a Sánchez es también uno de los efectos secundarios de los hiperliderazgos practicados en casi todos los partidos, y que muchas veces acaban en un enfrentamiento encarnizado incluso dentro de las propias formaciones (que se lo digan a Casado). Conseguir centrar el debate público en la derogación del “sanchismo” es igual de astuto que peligroso, porque además de ser un discurso que fomenta la antipolítica, es una idea fuerza que moviliza a todas aquellas personas que necesitan señalar a un culpable de sus pequeñas miserias del día a día.
Todavía queda campaña para rato, veremos si el bloque progresista es capaz o no de salir de este relato. Pero, de momento, “Qué te vote Txapote” va ganando al récord de afiliados en la Seguridad Social.